Graham Greene, actor de 'Bailando con lobos', muere a los 73

Graham Greene, actor de 'Bailando con lobos', muere a los 73

Un referente de la pantalla que abrió puertas

Graham Greene, actor canadiense de la Nación Oneida y figura clave para la visibilidad indígena en el cine, falleció el 1 de septiembre de 2025 a los 73 años tras una larga enfermedad. Su nombre quedó unido para siempre a Kicking Bird en Bailando con lobos (1990), el western épico de Kevin Costner que le dio una nominación al Oscar a mejor actor de reparto y lo colocó ante el mundo como un intérprete de enorme magnetismo.

Greene no fue un rostro pasajero. Durante más de medio siglo trabajó con constancia en cine, televisión y teatro, y se convirtió en uno de los pocos actores indígenas que lograron consolidar una carrera sostenida en Hollywood. Su caso fue excepcional por la variedad de roles y por su empeño en que esos personajes fueran complejos, creíbles y respetuosos con las culturas que representaban.

Nacido el 22 de junio de 1952, llevó la identidad Oneida como brújula, sin convertirla en etiqueta. Eso le permitió moverse entre registros, del drama íntimo al thriller de acción, sin quedar atado a los estereotipos que durante décadas marcaron a los personajes indígenas en la gran pantalla.

Su salto global llegó con Bailando con lobos. La película, hablada en parte en lengua lakota, rompió moldes dentro del western y abrió la discusión sobre cómo retratar a las naciones originarias con más rigor. Kicking Bird no era una figura decorativa: tenía dudas, humor, autoridad y ternura. Esa humanidad fue el gran aporte de Greene. Su nominación al Oscar lo situó en una lista todavía corta de intérpretes indígenas reconocidos por la Academia, una señal de respeto que en su momento tuvo peso simbólico y práctico.

El impulso de aquel papel no lo encasilló. Greene trabajó con directores y formatos muy distintos y buscó que cada trabajo sumara capas nuevas a su filmografía. En la acción, el drama carcelario, el cine independiente o la fábula espiritual, mantuvo una misma premisa: darle verdad al personaje, aunque hablara poco o aunque solo apareciera en un puñado de escenas.

  • Thunderheart (1992): relato policial con trasfondo político y comunitario, donde reforzó su perfil de intérprete sólido en thrillers con mensaje.
  • Maverick (1994): comedia aventurera que mostró su vis cómica y su naturalidad para el juego entre géneros.
  • Die Hard with a Vengeance (1995): en el gran entretenimiento de acción, sostuvo la credibilidad en un entorno de ritmo imparable.
  • The Green Mile (1999): en el drama carcelario, dejó una presencia sobria y digna que los fans aún recuerdan.
  • Skins (2002): mirada áspera y cercana a la vida en las reservaciones, uno de los trabajos donde la comunidad estaba en el centro.
  • Transamerica (2005): cine independiente con sensibilidad social, espacio donde Greene se movía con comodidad.
  • Casino Jack (2010): sátira política, otra muestra de su flexibilidad.
  • Winter’s Tale (2014): incursión en el romance fantástico con tono de fábula.
  • The Shack (2017): espiritualidad y duelo, un terreno donde su serenidad como actor marcó la diferencia.
  • Wind River (2017): thriller áspero y contenido sobre violencia y silencio en territorios indígenas.

En televisión y teatro mantuvo la misma pauta: elegía historias, no apariciones. Se le recuerda por personajes secundarios que, sin discursos grandilocuentes, cambiaban el tono de una escena y le daban gravedad. Su oficio se notaba en los silencios, en la pausa antes de contestar, en el modo de mirar a su interlocutor. Esa economía expresiva, siempre medida, fue su marca.

Su nombre aparece ligado a reconocimientos de peso en Canadá y fuera: Gemini y Canadian Screen Awards en el ámbito televisivo, la escena teatral bajo el paraguas de los Dora Mavor Moore, y menciones en la órbita del Grammy por trabajos de voz. En 2025, poco antes de su fallecimiento, recibió el Governor General's Performing Arts Award, el mayor honor para artistas en Canadá, que distingue carreras que impactan a toda una generación. Era, además, Miembro de la Orden de Canadá (CM), uno de los máximos honores civiles del país.

Greene no separó su oficio de su defensa de la representación indígena. En sets y mesas de guion pedía rigor: lengua bien tratada, asesoría cultural, personajes con motivaciones reales. No quería papeles que redujeran a la caricatura. Esa insistencia, repetida a lo largo de décadas, ayudó a que productoras y directores incluyeran consultores y escucharan a las comunidades afectadas por las historias que contaban.

También buscó espacios educativos. Puso voz a Tecumseh!, el espectáculo al aire libre en Ohio que celebra la vida del líder shawnee, y participó en piezas didácticas encarnando a figuras históricas como Sitting Bull. No era puro entretenimiento: era una forma de cuidar la memoria y de corregir tópicos que el cine clásico fijó durante años.

Su trabajo llegó al videojuego cuando interpretó a Chief Rains Fall en Red Dead Redemption 2 (2018). Ese papel fue un puente con el público joven, un recordatorio de que la representación no se juega solo en el cine y la televisión. Su voz aportó calma y dignidad a un personaje que rehúye la violencia fácil, algo coherente con su forma de entender la interpretación.

Para muchos actores y cineastas indígenas más jóvenes, Greene fue el ejemplo práctico de que se puede construir una carrera sin renunciar a la identidad. No hacía discursos pomposos. Su manera de abrir camino fue aceptar trabajos que cambiaban el estándar y rechazar los que perpetuaban clichés. Esa selección paciente, a la larga, tuvo un efecto acumulativo.

Colaboradores y compañeros lo describían como un profesional preciso, con humor seco y memoria afilada. Llegaba preparado, escuchaba y proponía. Si una escena pedía contención, no sobreactuaba; si pedía brío, lo daba sin perder honestidad. Esa ética de trabajo explica por qué tantos directores lo llamaban para papeles que, aunque pequeños, necesitaban peso moral.

El impacto de su carrera también se siente en la conversación pública sobre cómo cuenta historias la industria. Greene fue prueba de que el público conecta mejor cuando ve personajes completos. Su filmografía está llena de esos momentos en que un secundario cambia el sentido de una secuencia y obliga a mirar con otros ojos a los protagonistas.

Tras su muerte, las redes y los gremios se llenaron de mensajes de despedida. Colegas, críticos y fans coincidieron en dos ideas: su talento para dar verdad a cada escena y su empeño por un retrato más justo de los pueblos originarios. La pérdida duele; lo que deja, sin embargo, ya forma parte de la memoria del cine de los últimos 35 años.

Queda su obra: películas que se revisan, personajes que resisten el paso del tiempo y un modelo de trabajo que otros podrán seguir. Greene demostró que el oficio, cuando se acompaña de convicción, cambia la pantalla. Su legado está en las cintas, en los escenarios y en cada espectador que, gracias a sus personajes, vio más y mejor.

Una trayectoria que trasciende la etiqueta

Greene rechazó ser “el actor indígena” de turno. Prefirió ser un gran actor que, además, era indígena. Esa diferencia se nota en sus elecciones. Del thriller al drama espiritual, del blockbuster al videojuego, entendió que cada formato exigía una escucha distinta y una intensidad distinta. Por eso su trabajo resulta tan reconocible incluso cuando su nombre no encabeza los créditos.

La industria cambió mientras él trabajaba. Cuando empezó, lo habitual era que los personajes de pueblos originarios fueran adornos o antagonistas sin matices. Décadas después, el terreno ya no es el mismo. No es un cambio atribuible a una sola persona, pero su constancia empujó la aguja en la dirección correcta. Sus premios y honores no son solo medallas; son señales de que esa ética de trabajo tuvo efecto.

El eco de su carrera seguirá apareciendo en nuevas producciones. Guionistas y directores que lo vieron en Bailando con lobos o en Wind River crecieron con ese estándar de verosimilitud. Junto a otros nombres que también abrieron camino, su presencia ayudó a instalar la idea de que la autenticidad no es un obstáculo creativo, sino el punto de partida.

A los 73 años, se apaga una voz muy reconocible, serena y firme. Pero lo que contó —y cómo lo contó— queda al alcance de cualquiera que presione play. Ahí está su mejor despedida.

Escribir un comentario Cancelar respuesta